📌#Opinión Hablando de discapacidad con Ricky Martínez
“Todos discapacitados… hasta que se demuestra lo contrario”

En el Reino de la Inclusión Imaginaria, un lugar no muy distinto de México, un día despertamos con una gran revelación: todos, absolutamente todos, éramos personas con discapacidad. Bastaba con no saber bailar salsa, olvidar las llaves con frecuencia o necesitar lentes para leer los menús en las fondas. ¡Eureka! El país entero podía ya sentirse parte del noble colectivo de los históricamente excluidos. Y es que, si el sistema no logra eliminar las barreras, lo más fácil es diluirlas en una gran alberca de «limitacioncitas» funcionales.
El Instituto Nacional de las Estimaciones Creativas —también conocido como INEGI— nos regaló en 2020 una cifra de 7.1 millones de personas con discapacidad. Pero con un pequeño estirón semántico y una gran elasticidad metodológica, esa cifra se transformó mágicamente en más de 20 millones. ¡Más inclusión, más amor, más subsidio! O al menos, más padrones.
El síndrome del «todos caben en mi categoría»
Claro, la ONU ya nos había dicho que la discapacidad no es una condición, sino una interacción: como un mal matrimonio entre la deficiencia y las barreras sociales. Pero aquí reinterpretamos el modelo social como quien interpreta una receta sin leer los ingredientes. El resultado es un guiso de políticas públicas con mucho aderezo cuantitativo, pero sin sustancia.
Ahora, si tienes un oído flojo, una rodilla chillona o ves borroso después del mezcal, ¡felicidades! Ya puedes entrar al selecto grupo de la discapacidad. Aunque eso sí, no garantizamos acceso a educación inclusiva, empleo digno ni transporte accesible. Solo la etiqueta. ¿Y qué importa si hay quienes no pueden salir de su casa por falta de rampas o si los intérpretes de lengua de señas están de adorno? ¡Todos somos iguales en la encuesta!
La pensión: el bálsamo mágico que no transforma nada
En la Corte de los Espejismos Asistencialistas, la joya de la corona se llama “Pensión para el Bienestar de las Personas con Discapacidad Permanente”. Un título tan largo como su falta de precisión. Ahí no importa si vives en pobreza extrema o si necesitas una silla de ruedas; importa que alguien con un diagnóstico (o algo parecido) te apunte en una lista. El resultado: beneficios más parecidos a parches que a políticas, distribuidos como si fueran estampitas de la lotería.
“Discapacidad” y “necesidad” se mezclan como si fueran lo mismo. Lo cual es cómodo para justificar presupuestos, pero terrible si queremos hablar de autonomía, derechos y verdadera justicia social.
Cuando todos son, nadie es
La consecuencia más sutil —pero letal— es simbólica: si todo el mundo entra en la categoría, entonces ya nadie destaca por necesidad. Es como si declaráramos que todos somos indígenas por tener un rebozo en casa o que todos somos feministas porque no le pegamos a nadie. Así, la lucha por los derechos se convierte en una kermés de empatía performativa.
El imaginario colectivo se satura de campañas donde lo importante no es la eliminación de barreras, sino la emocionalidad del momento: una historia con violines de fondo, una prótesis que hace llorar al influencer o un niño con síndrome de Down que baila TikToks. La política pública se convierte en espectáculo, y la discapacidad, en contenido.
La ceguera estructural: una ironía con presupuesto
Lo verdaderamente irónico es que el Estado actúa como si tuviera discapacidad visual: sin ver las barreras, sin reconocer contextos y sin notar que incluir sin enfoque es excluir con disfraz. Se llenan formularios, se imprimen folletos, se hacen actos protocolarios donde todos “aplauden la inclusión”, pero las banquetas siguen rotas y los prejuicios intactos.
En este gran show, los verdaderos protagonistas —personas que han sido marginadas durante décadas— terminan siendo figurantes de una narrativa funcionalista que no les pertenece.
Porque no se trata de sumar cuerpos, sino de restar barreras
Es hora de abandonar el espejismo numérico. La discapacidad no se mide por pupilas dilatadas ni por huesos rotos; se mide por el nivel de exclusión que enfrentas. No se trata de incluir más personas, sino de transformar los entornos para que nadie tenga que rogar por accesibilidad. No queremos ser “muchos” en una lista; queremos ser iguales en derechos.
Así que, mientras la burocracia siga confundiendo limitación con opresión, y mientras las políticas públicas sigan creyendo que ser inclusivo es inflar cifras, seguiremos viviendo en ese reino absurdo donde todos somos personas con discapacidad… hasta que realmente lo somos.